Las más osadas arrojaban bombachas.
Ir a un recital de Sandro era una fiesta. La venta de entradas anticipadas marcaba hasta dónde podía llegar El Gitano en cada presentación, y en sus últimos años partía ya con 8 a 10 shows vendidos de antemano. Una vez obtenido el preciado ticket, cada “nena” tenía a su cargo la preparación para la cita con el novio de sus sueños. Porque, claro, Sandro era el amante secreto de nuestras madres y abuelas, el amor platónico de las adolescentes de su tiempo, el galán maduro que seducía en bata y desde un taburete en los últimos shows.
Ir a la peluquería, desempolvar los tapados de piel que se sacaban del armario para ocasiones especiales, maquillarse desde horas tempranas y garantizar que sus maridos las pasaran a buscar a la salida o armar programas de amigas solas eran planes cotidianos para el antes y el después de cada show.
Las más tiernas llevaban sus ositos de peluche para tirarle al Gitano cuando se acercaba a su sector. Estaban también las románticas, las que solían llevarle ramos de rosas rojas o arrojar flores a su paso por el escenario. Pero también estaban las otras, las que querían “fuego”, esas que no dudaban en sacarse corpiños o bombachas y tirárselos al Gitano vociferando frases irreproducibles... él daba para todo. Ellas tenían su fiesta con la versión de Sandro que mejor les venía.
Cada noche, una fiesta. Cada show, un ritual donde artista y fans sabían jugar su papel en un juego compartido único e irrepetible.
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